Tenemos suerte aquellos que antes de la pandemia alcanzábamos a pagar con regularidad el servicio que nos permite “conectarnos” con el mundo. Cuando repentinamente tuvimos que cerrar las puertas de casa, ya éramos parte de los favorecidos, aquellos que estamos “en línea”.
Hoy en día, aquella señal invisible que transporta bytes y recorre tu habitación te da una gran ventaja sobre millones de personas en el mundo: Trabajas si es el caso, puedes saber cómo está tu familia a lo lejos, te informas de cientos de fuentes y hasta podrías seguir aprendiendo a través de cursos y tutoriales que hoy se elevaron al cuadrado.
Efectivamente, estamos conectados y las empresas de telefonía e internet hicieron bien su labor, orgullosas de las grandes redes que tendieron con esfuerzo en la tierra y el espacio.
Y sin embargo, pienso que la verdadera conexión se cae si no entendemos que estar conexos, no es necesariamente estar comprometidos. El router de nuestras casas puede estar encendido las 24 horas, pero no garantiza que sepamos lidiar con noticias tendenciosas, comprender el contexto familiar del teletrabajo y mucho menos tener empatía con miles de personas detrás de las pantallas.
Creo que aquí es donde entramos aquellos que nos dedicamos a la comunicación, sincerando los mensajes y evitando convertirlos en ráfagas que no generan valor en la vida de las personas. Quizás lo que nos toque (con un poco viento en contra) es empezar a hablar menos de la importancia de estar conectados y más sobre lo que significa estar verdaderamente comprometidos. Una consecuencia que debería ser más evidente y deseable.